De fábula / Leminski
- Coss

- hace 3 días
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No es de sorprendernos que los fariseos de la adulteración acuñen términos como “la literatura del yo”… Es frecuente en sociedades ampliamente infectadas por plagas —las del histerismo de la psique o las irritaciones de los melodramas sociales— que persista cierto anhelo por la fábula. Fabulados hay gorilas y gacelas, incluso mandriles y leones. Supongo existen peores. La fábula como herramienta domesticadora goza de una larga tradición a lo largo de los siglos. Con recelo resguardan ese tufo que a uno hace percatarse de tan descomunal propósito, esa neurosis por enderezarnos hacia el buen camino. El fabulista no difiere mucho del pedagogo u otros tantos monjes sueltos que una y otra vez intentan entregarnos o integrarnos. Lo digo honesto: no sé qué es peor.
Basta la triste ocasión sólo para recordar esta maravilla de excepción por parte del samurai de Curitiba Paulo Leminski al respecto de la guerra inherente al ser humano.
“Nieto e hijo de militares (mi abuelo materno y mi padre hicieron carrera en el ejército), crecí con la idea de que la guerra era la más noble actividad a la que se podía dedicar el ser humano. A los 16 años, viví, por la primera vez, el miedo de una confrontación nuclear: la guerra total, sin vencidos, ni vencedores.“Haga el amor, no la guerra”, dice la generación que acompañó por televisión, las batallas de Vietnam y pudo ver su horror. Pero la guerra no desaparece. El hombre es por excelencia, un guerrero. Sus mayores progresos están en el arte de matar y destruir. El amor-antídoto es un milagro cada vez más raro. Este libro es una fábula donde los milagros son frecuentes, donde existen armas para acabar con todas las armas. Al final, toda palabra es, aquí, un pequeño gesto de amor” (…)
Hay tierras temerarias donde la amenaza de la fábula puede manifestarse más reiterada e insolente. Por propia experiencia sé de contados casos de profesores que han tenido la suerte de reconocer y habilitar algo de desenfreno literario, e incluso, contrabandearle por entre las grietas de los catastróficos programas escolares. Sobrevivir a la fábula tampoco es para amadores. Textos como el del caprichoso Leminski son un oasis. Cuántas atrofías se han perpetuado tras ese despropósito de “enseñar deleitando”.
(…) Con los tigres, era diferente. Ningún tigre quería ser su amigo. Cuando traía carne, ellos avanzaban como si también quisieran comerlo.
No tenía ojos buenos como los elefantes. Tenía ojos de acero verde, un fuego malvado, brillando ahí adentro.
Porque el tigre no gustan de nadie. Ni de los propios tigres. Cada uno vivía solito en su jaula. No eran como los elefantes, que conseguían quedar juntos, machos y hembras, sin pelear, sin disputar comida.
Baita se impresionaba con la velocidad de aquellos animales rayados. Con su modo atento. Parecían dormir con un ojo cerrado y otro abierto. Al primer ruido, estaban de pie, rondando con aquellos ojos para helar el corazón de quien no fuese tigre.
De a poco, fue entendiendo la diferencia entre los elefantes y los tigres. Hasta que un día la entendió. La diferencia es que los tigres tenían miedo. Por eso es que eran así: quien tenía miedo, sólo podía dar miedo. El mundo de ellos era un mundo con miedo.
Los elefantes, no. Ellos no tenían miedo de nada. Parecía que todo estaba cierto, vivir estaba bien.
Baita ya había tenido miedo muchas veces en la vida. Más nunca como un tigre. Entonces él pensó: “cuando yo tenga mucho miedo, quiero ser como un tigre. Hasta entonces, quiero ser como un elefante”.
Tomado de Paulo Leminski, La guerra dentro de la gente, editora scipione.
Trad. J Coss / Imagen: Ohara Koson



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